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jueves, 9 de diciembre de 2010

UNA CIUDAD Y UN APELLIDO


Desde finales del siglo pasado, la reinvención cultural de una ciudad ya no está marcada por los milagros de crecimiento preestablecidos por sucesivos siglos de historia activa o por las oportunidades que su patrimonio ofrece.
Aunque son factores que sí influyen en el uso polifacético y la explotación turística de sus espacios, estos han pasado a una escala secundaria o subnivel.

Esto no significan que los turistas estén exhaustos de las ciudades históricas y patrimoniales, sino que las prácticas sociales más contemporáneas atribuyen a las ciudades nuevas capacidades para mejorar la experiencia y la estancia de sus visitantes en relación con sus ciudadanos.


El perfil cultural de las urbes que crecen mirando al futuro  parte cada vez más de la visión compartida del “espacio ciudad” por parte de instituciones, empresariado y ciudadanía. Ese consenso tácito tiene prácticamente el mismo efecto que una visión estratégica con una hoja de ruta común en la que está implicado el conjunto de la sociedad.

La eclosión de centros, museos, salas, auditorios, espacios de creación y sitios de interés cultural y artístico experimentada por las comunidades europeas ha topado de frente con una crisis que obliga a pensar más en los contenidos que en el milagro iconográfico de las arquitecturas de vanguardia.  No puede decirse que el modelo esté agotado del todo, pero sí es evidente que el reclamo comienza a homogeneizarse una vez que cientos de metrópolis y ciudades medias incitan al turismo desde lo visual y no desde las nuevas experiencias y la sostenibilidad económica.

Algunas ciudades españolas han reaccionado casi de manera instintiva ante el desafío de reinventarse a partir de lo existente una vez sea convertido en múltiples productos novedosos: tecnología, educación, ciencia, cultura, medioambiente. Han aparecido Ciudades Verdes, Ciudades Tecnológicas, Ciudades Culturales.  El apellido, o el adjetivo aparece como un factor diferenciador en la marca de la ciudad.

Es precisamente esa necesidad de adjetivar y de aportar una dimensión nueva, lo que evidencia la necesidad de un modelo de desarrollo cultural que ya no propicia la proliferación de infraestructuras sino la generación constante de nuevos procesos en espacios preexistentes.

Las ciudades, como estructuras complejas –y cuanto más complejas, mejor- han comenzado a vivir de su relato más que de su historia. Y aunque la historia cuente y mucho, los relatos son esas sutiles diferencias que le dan contenido a su apellido.  Son relatos de cómo se vive la cultura en ellas, de cómo propician la convivencia o simplemente de cuántas novedades podemos llevarnos en nuestra mochila de experiencias.

Buscar un apellido a la ciudad, sin embargo, no es cosa de tres días o un par de meses, sino una evolución natural de la imagen de la ciudad. Ya no viajamos de modo aventurero, por lo general, exploramos on line, leemos, indagamos y, en función de un conjunto de intereses, tomamos decisiones. Es precisamente el apellido o la adjetivación de las ciudades nuestro primer encuentro con la nueva realidad de una urbe que sin una imagen de marca es una más entre las otras, como la rosa del principito.

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